Una batalla de portaaviones tenía lugar cuando una flota que contenía alguno de esos navíos trataba de realizar una misión (desembarco, bombardeo, transporte) y otra del enemigo, también con portaaviones, trataba de impedirlo. Una vez que se daba el enfrentamiento, la destrucción de la flota enemiga pasaba a ser un factor más importante que la misión que la había originado.
Los portaaviones eran navíos enormes (¿Qué ya había dicho eso con respecto a los acorazados? Sí, bueno, pero es que estos también lo eran. De hecho, algunos portaaviones se construyeron sobre el casco de barcos que anteriormente habían sido acorazados).
Su cubierta era una especie de pequeña autopista. Para haceros una idea de su tamaño, fijaos en el camión que está en el centro de la pista, cerca de la proa:
Cada portaaviones llevaba unos 100 aviones, así que una flotilla podía reunir tranquilamente un total de 500. Como protección frente a posibles ataques enemigos los portaaviones solían ir escoltados por barcos con capacidad de cañoneo (acorazados y cruceros) y otros con capacidad antisubmarina y antiaérea (destructores).
En combate cada portaaviones debía dedicar una cantidad de sus aeroplanos a rastrear el océano en busca del enemigo, otra cantidad a volar alrededor de la flota para defenderla y el resto quedaban en reserva para poder atacar a la flota enemiga en caso de que fuera detectada. Distribuir los aviones entre las diferentes funciones era una tarea complicada, pues todas eran importantes y todas necesitaban el mayor número posible de aparatos.
Los aviones en reserva, podían estar diversos estados: Listos para despegar, lo cual era bueno para atacar rápido pero nefasto si se sufría antes un ataque aéreo enemigo, ya que bastaba un sólo impacto sobre una pista repleta de aviones cargados de bombas y combustible para que el portaaviones se convirtiera en una antorcha.
Otra opción era tenerlos “preparados”, es decir, armados pero guardados en la panza del avión. Era más seguro que tenerlos en la pista, pero continuaba siendo peligrroso: un proyectil enemigo podía penetrar la cubierta y explotar en el interior.
El modo más seguro consistía en tener los aviones sin armar, con las bombas y el combustible guardados en la parte inferior del barco, a salvo de explosiones. El problema era que tras detectar a la flota enemiga se necesitaba demasiado tiempo para equipar a todos los aviones y, mientras tanto, se corría el riesgo de ser atacado el primero.
Otro dilema importante se daba cuando una flota debía acercarse a una base enemiga. Por seguridad estaba obligado bombardear lo antes posible el aeropuerto de la base para evitar que sus aviones atacasen, pero mientras la aviación propia se encontrara ausente para realizar dicha misión, el portaaviones quedaba indefenso, sin posibilidad de enfrentarse a una flota enemiga en caso de que apareciera.
La necesidad de dividir su atención entre los objetivos terrestres y la posible aparición de objetivos navales penalizó a los japoneses en la primera parte de la guerra. Por ejemplo, ya hemos explicado que el almirante japonés Nagumo no lanzó una tercera oleada de aviones contra las instalaciones de Pearl Harbour por su preocupación de no saber donde se encontraban los portaaviones norteamericanos.
Almirante Nagumo.
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